En los pueblos de Colombia, sobre todo en la región Caribe, la música despierta con la gente y la sigue todo el día. En los barrios más humildes aparece desde una radio, un par de parlantes o a viva voz. No es un lujo, es la forma de estar juntos. Es compañía, desahogo, fiesta y también resistencia. En la costa reluce en parrandas y verbenas, en cumbia con tamboras y flautas, y en vallenato con caja, guacharaca y acordeón, herencias que se mezclaron hasta volverse identidad.
Hace unas décadas, en las fiestas decembrinas, el sonido era más constante. Hasta tarde se oían a lo lejos las tamboras, los acordeones y el millo. Las letras tenían otro tono, más costumbrista y directo. Contaban historias del barrio, del amor que se sufre y se celebra, de lo sencillo y lo bello. Cada canción parecía escrita para mover un recuerdo o encender un pensamiento verdadero.
No es casual que la música ocupe un lugar tan central en la vida humana. Desde la Antigüedad, para los griegos, fue algo más que entretenimiento. Pitágoras hablaba de una armonía que ordena el cosmos. Platón pensó la música como formación del carácter, en equilibrio con la gimnasia. Aristóteles vio en ella un poder catártico, capaz de ordenar las emociones. La idea no era adornar la vida, sino modelar el alma y la convivencia.
Hoy la música cambió de ropaje, no de esencia. La tecnología la volvió cercana y compartible. Un teléfono basta para crear y difundir. Ya no hablamos de la armonía de las esferas, pero sigue siendo un idioma común. Un vallenato, un reguetón o una balada pueden cambiar el ánimo en segundos. También dicen quiénes somos y con qué grupo nos identificamos.
La ciencia ayuda a entender por qué nos mueve. Al anticipar el “momento favorito” de una canción, el cerebro libera dopamina y el placer crece cuando llega el clímax musical. Cantar en grupo favorece lazos sociales y puede elevar hormonas vinculadas al apego. La música, además, despierta memorias autobiográficas con una intensidad difícil de lograr por otros estímulos. Todo esto da pistas de por qué un coro, una parranda o una simple lista de reproducción pueden sostenernos en días buenos y en días duros.
En lo colectivo ocurre algo visible. Cuando muchas personas laten al mismo pulso, el movimiento sincronizado fortalece la sensación de pertenencia y cooperación. Por eso un concierto, una parranda o incluso una protesta encuentran en la música una chispa que enciende corazones y alinea voces que antes eran desconocidas entre sí.
En lo personal, todos guardamos una canción que nos acompaña. A veces se vuelve un pequeño remedio. La evidencia sugiere que la música, en manos de profesionales, puede ayudar a aliviar síntomas de depresión a corto plazo cuando se suma al tratamiento habitual. No reemplaza a la atención clínica, pero ofrece un apoyo de bajo riesgo y cercano a la experiencia cotidiana.
En conclusión, la música cambió de escenario, no de poder. Ayer fue escuela y orden moral, hoy es libertad y expresión. En pueblos o ciudades, en la antigüedad o en la modernidad, sigue siendo ese motor invisible que mueve a la gente, le pone color a la vida y sentido a los días.
Excelente blog acerca de la
Música en general